03. Interrelación educador-educando

José Luis Font Nogués

Contemplando la figura del profesor-educador, éste ha de ser un constante descubridor de la verdad y un conocedor del hombre y de las circunstancias que le rodean; sólo desde esa atalaya podrá llevar a los alumnos hacia la apasionante tarea de descubrir la Verdad.

Sin embargo hay que reflexionar frecuentemente sobre algunos puntos y, especialmente, desde el punto de vista de la transmisión de la fe como Verdad: ¿A qué se dedica el educador? ¿En qué piensa? ¿Qué fuerzas emplea? ¿Lee en clase un texto, lo hace aprender? ¿Pretende enseñar fórmulas fijas, sólo catecismo, sólo el Compendio? ¿Se hace su propio catecismo? ¿Hace aprender los “cuadritos” o los “resúmenes” del texto? ¿Ilusiona a los alumnos? ¿Hace pensar?

Todos pensamos en que debe transmitir la fe: “En realidad, descubrir la belleza y la alegría de la fe es un camino que cada nueva generación debe recorrer por sí misma, porque en la fe está en juego todo lo que tenemos de más nuestro y de más íntimo, nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestra libertad, en una relación profundamente personal con el Señor, que actúa en nuestro interior. Pero la fe es también radicalmente acto y actitud comunitaria; es el «creemos» de la Iglesia.” (AF).

Al pensar en la fe nos situamos ante un don que da alegría recibir: ¿cómo se explica ese regalo a los demás?, ¿se explica?, ¿se lee?, ¿se hace aprender?, ¿se esquematiza?, ¿se somete a un examen? … ¡No!: La fe se agradece y se comparte. “Así pues, la alegría de la fe es una alegría que se ha de compartir: como afirma el apóstol san Juan, «lo que hemos visto y oído (el Verbo de la vida), os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. (…) Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo» (1 Jn 1, 3-4). Por eso, educar a las nuevas generaciones en la fe es una tarea grande y fundamental que atañe a toda la comunidad cristiana.” (AF).

La idea de que “atañe a toda la comunidad cristiana” quiere decir que está inserta en el proyecto educativo, que los padres y los profesores están implicados, que los ámbitos en los que se desenvuelves los educandos son adecuados aunque no envueltos al vacío. Por tanto, la transmisión de la fe excede el aula.

No es posible educar idealmente. Sí es verdad que puede hacerse una lista de objetivos e, incluso, una programación de contenidos o de metodología, pero todo ello es irreal si no tenemos en cuenta a las personas que van a recibir esa formación, esas que han de trabajar lo que les propongamos. Y estamos hablando de educar y formar a personas comprendidas entre los 12 y los 16 años.

La Conferencia Episcopal Española nos habla de esta etapa: “En la Educación Secundaria, la opción confesional católica tiene en cuenta las características psicológicas propias de la adolescencia. En esta edad el alumno se plantea especialmente la actitud personal ante lo religioso de una forma más racional y entra en una fase de interiorización que aúna un descubrimiento mayor de sí mismo y una capacidad creciente de abstracción” (SCR, 28).

Aunque en estas líneas vamos a ocuparnos de un enfoque metodológico, es indispensable hablar de las características de estos sujetos preadolescentes de la educación en la fe. Son edades aún en proceso de iniciación cristiana en conexión con la catequesis de sacramentos ya recibidos (Eucaristía) o por recibir (Confirmación), en la época en que la persona tiene una apertura a la vida humana y espiritual, debiendo entender qué es vivir o tener la auténtica vida, la de un hijo de Dios (IPF, 318).

Si miramos a cada alumno, al pensar en la metodología hay que conocer y valorar las características de cada edad para adecuar la educación de la fe a sus necesidades e intereses. El profesor irá descubriendo la singularidad concreta de cada persona como realidad irrepetible.

Si miramos las ciencias, con sus avances, el profesor ha de contar con la incidencia de las transformaciones que aportan los descubrimientos científicos y la existencia en un siglo concreto, el XXI. Pero no se pueden olvidar ni manipular las verdades que sobre la naturaleza humana y finalidad de la persona humana transmite la Revelación. El profesor o el catequista han de tener fina sensibilidad para ser al mismo tiempo muy fieles a Dios y al hombre. Y en cuanto a las formas que acompañan a los métodos, el profesor ha de tener en cuenta que, salvo las verdades de fe, no hay afirmaciones ni criterios únicos o definitivos (IPF, 318).

En cuanto a la educación personalizada, cada educando tiene un particular proyecto de vida y él ha de responder a la ayuda que se le proporciona. Conviene dejar claro que la educación cristiana es algo continuo, un proceso que comienza cuando se nace y dura toda la vida. Luego, se ha de suscitar apetencia, hambre –no hartura- por formarse. Para lograrlo conviene abrir horizontes, no dogmatizar ni crear hábitos forzados colectivos, hacer ver –recordamos que la verdad se impone por sí misma-, mostrar signos, respetar libertad, suscitar la necesidad de una respuesta personal a Dios y al hombre. Y, muy especialmente mostrar la belleza teniendo en cuenta la siguiente consideración: “¡Qué pobre una educación incapaz de poner a los alumnos en contacto real con lo bello!” (PV, 115).

BIBLIOGRAFÍA:

AF      Benedicto XVI. Discurso a los participantes en la asamblea eclesial de la diócesis de Roma que tenía por argumento «La alegría de la fe y la educación de las nuevas generaciones». Basílica San Juan de Letrán. Roma, 5.VI.2006

IPF      J. Pujol, F. Domingo, A. Gil, M. Blanco. Introducción a la Pedagogía de la fe. Eunsa. Pamplona 2001

PV       Melendo Granados, Tomás / Millán-Puelles, Lourdes. La pasión por la verdad. Hacia una educación liberadora. Eunsa. Pamplona, 1997

SCR     Conferencia Episcopal Española / Comisión episcopal de enseñanza y catequesis. Sociedad, Cultura y Religión. Currículo de la opción confesional católica y materiales de desarrollo. SM. Madrid 2003