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Iconos: o la luz de la Bondad (saber verlos)

María José Rosales

Platón decía que el copista no hacía más que representar efímera y degradada la realidad.

La naturaleza del Icono es la naturaleza de la imagen, que no niega los sentidos corporales. Sólo es la naturaleza incorpórea desprovista de poder sensorial, lejos de las afecciones del cuerpo. Esta riqueza del poder de su impacto –junto con la música y los cantos- nos produce la solemnidad.

Por eso el artista –pienso yo- no tiene que copiar la naturaleza, sino tomar los elementos y crear una nueva, transponiéndola, aunque –para mí- la estructura interna de un icono pertenece al secreto del iconógrafo, ya que en la sensibilidad de esta habilidad miniaturista hay todo un mundo de mirada interior.

“El mundo se hace transparente al espíritu -nos decía un autor- y los ojos internos hacen votos para ver la verdadera imagen”. Es decir, o tener una mirada polividente (distraída en imágenes diversas), o saber ver la imagen esencial.

Virgen del Signo

Virgen del Signo

La belleza cuando es incorruptible no necesita representación corporal porque tendríamos, entonces, sólo un conocimiento parcial, por otra parte los “pintores” bizantinos no consideraron digno tocar el volumen del cuerpo, pues en él habita el alma. Su imagen debe ser escrita (Palabra) –la escritura es un signo etéreo- ni “pintada”, ni modelada, ni esculpida, el trazo sencillo de las túnicas, y los ojos grandes –ventanas del alma y comunicación- (Espíritu), y, como motivo principal, la sagrada imagen de la Madre del Hijo, con una humanidad plena de sublime ternura, y en esa mujer la inefable paternidad del Padre, a la que llamaron Virgen del Signo.

Por eso la estructura visual del Icono se asemeja a un triángulo. Es una profunda teología de la Santísima Trinidad.

De otra manera dicho, un icono auténtico, por toda la carga de contenido que lleva consigo, será trabajado con las manos, siempre con materiales naturales y nobles, y necesariamente sin ninguna prisa, lenta y contemplativamente. Con un estilo puro. Con su propio lenguaje plástico.

No quiere decir esto que técnicamente no se evoluciones y, sin tratar de desmitificar el valor de los siglos que nos precedieron y siguiendo fiel a sus principios, hoy es difícil encontrarnos pigmentos en polvo de piedras preciosas, pero sí tenemos captaciones de color con otros métodos, y ya no es necesario fijar sólo con yema de huevo, ahora la naturaleza y sus productos y aplicaciones se conocen mejor.

Volviendo a lo que representa el icono, éste, en sí mismo, está desprovisto de peso, en una superficie plana, uniforme, invariablemente de frente. Nadie mira atrás, para ser apto ante Dios (Lc 9, 62, el perfil nunca se representa porque evidencia una duda, o ruptura, e interrumpiría la comunicación de los ojos que siempre veremos con mirada única (Cantar de los Cantares) expectante, y observadora, como queriendo encontrar en el observador una respuesta; por este medio el iconógrafo se une al mismo hombre, es un misterio tripersonal, dentro de su soledad éste se une a Dios, y en Él une a todos los hombres en comunión. A esto le llamamos la Luz de la Bondad. En el icono la posición puede cambiar pero la mirada permanece. La tercera dimensión ayuda a que destaque la figura en una apertura perpetua, y el paisaje se contempla vacio. Todo en ellos está sometido a lo abstracto, desde su escala a los elementos menores.

Por desgracia conservamos muy pocos iconos auténticos sobre madera, la época iconoclasta nos dejó sin ellos. De alguna manera tendríamos que distinguir que la mayoría de iconos que se comercializan no son iconos. De un lado están hechos a troquel –y esto es profanarlos- y, de otro, a lo que llaman plata es un latón bañado ligeramente por electrolisis, perdiendo así su carisma y comprensión, dejando de tener ese “mundo” transparente al espíritu para saber distinguir lo esencial.

El lirio, icono de la pureza de la Virgen María

“Como el lirio entre espinas, así es María entre las hijas de Sión. En efecto, ella aventaja a todas por su incomparable pureza. “Muchas de entre ellas acumularon riquezas; pero tú has aventajado a todas” (Proverbios 31, 29). Muchas han seguido a María en el sendero puro de la virginidad, muchas han adquirido la blancura del lirio, pero entre ellas no hay ninguna que no haya tenido que decir de sí misma: “He sido engendrada en la iniquidad, y mi madre me concibió en el pecado” (Salmo 50, 7). Sólo María es Inmaculada en su concepción, Inmaculada en su maternidad divina, Inmaculada en su vida y en su muerte. Como el lirio entre las espinas, así es María entre las hijas de Sión.

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Si el ángel que anuncia el misterio de la Encarnación se dirige a María, no me admira: ella es la Virgen por excelencia, missus est angelus… ad virginem (Lucas 2, 26). Si al cumplirse este misterio el mismo Dios contempla con amor la humildad de su sierva, tampoco me sorprende: María es como el lirio en el fondo del valle, lilium convallium (Cantar de los Cantares 2, 1). Y si después la muerte, a la que nada se resiste, no tiene poder alguno sobre María, lo comprendo también. Ella es el tronco y como la raíz de esta generación casta y gloriosa, de la que se ha dicho que triunfa coronada con inmortal diadema (Cfr. Sabiduría 4, 2).

María es el lirio por excelencia. Jesucristo dice, hablando del lirio de los campos, que es más resplandeciente que Salomón en su gloria. Y más preferible que el lirio de los campos es el lirio del cielo: María.”

Roullet, Francisco Alejandro (Monseñor de la Bouillerie). Meditaciones sobre la Eucaristía. Ed. Cuadernos de la tarde. Sevilla 2007, pp 157-158