El ser humano está proyectado para hacerse con los otros iguales a él. Esta característica humana se comprueba en el hecho de no poder hacerse completamente la persona en sí misma, lo que acostumbramos a llamar egocentrismo y lo calificamos como algo negativo y desagradable en el contexto social.
Por experiencia práctica y por razonamiento intelectual, se puede considerar la soledad como algo negativo, como un mal, porque impide la realización personal. No obstante, distinguimos entre la soledad y esos momentos de alguna duración de en los que la persona no está físicamente junto a otras –que no es soledad sino aislamiento voluntario- para pensar o encontrarse consigo mismo tras un periodo de minutos, horas o días con actividad exterior grande.
Encontramos en el plano humano algo interesante entre dos extremos de un binomio: interioridad-exterioridad o aislamiento-relación. Esos cuatro términos son necesarios, se complementan de dos en dos y no pertenecen al ámbito de la soledad sino a la mayor riqueza humana que reclama la presencia de otros.
Cuando se aplican las posibilidades de exterioridad y de relación, la persona centra su atención en los demás y sale de sí misma, nace un interés por el bien de los otros, surge un afecto que acelera el deseo de ese bien para el otro. Como resultado, surge la iniciativa, la inventiva, para encontrar métodos y procedimientos para que la persona amada sea feliz.
Ese vuelco hacia los demás se llama amor y lleva a ideales tan elevados que hacen realidad una expresión conocida: “el amor tiene alas”. ¿Qué alas son esas que engendra el amor? A veces deseamos algo muy concreto y material para la persona amada, un pequeño obsequio o regalo que se puede comprar; otras veces el gran amor puede llevarnos a desear algo inalcanzable por haber puesto un altísimo nivel en aquello que deseamos para la persona amada.
No es extraño pensar en el vuelo del amor. Un sencillo suceso infantil lo demuestra: Un niño sabía que su madre rezaba, es decir, trataba de hablar con Dios en el interior de su corazón y de su pensamiento, considerando la trascendencia del Sumo Ser; bajo esta perspectiva, el niño le preguntó: “¿Y tú hablas con Dios?”; ante la respuesta afirmativa, que no requería mucha información, el niño consideró lógico continuar la pregunta con lo que imaginaba que le posibilitaba la acción de orar: “¿entonces, tú vuelas?” Es decir, eran lógicas para el niño las alas del amor o, con otras palabras, entendía también que “el amor tiene alas” porque de lo contrario era imposible elevarse a la altura del Sumo Bien y de la Suma Bondad.
Es tan popular entender el amor alado que el icono del amor es Cupido, el dios del amor en la mitología romana o el Eros en la mitología griega. Se le representa como un niño con alas, indicando la altura y fugacidad –a veces- del amor, y con los ojos vendados, expresando la ceguera incluso ante las imperfecciones de la persona amada. En la historia mitológica, Cupido, hijo de Venus o diosa de la belleza, se ve en muchos episodios que acaban con el triunfo del amor alegre.
Los poetas se han expresado en los mismos términos y han considerado que los ideales grandes son ideales altos, y al estar altos hay que sobreponerse, hay que volar para alcanzarlos; quizá sean difíciles de conseguir y por eso se les pone a una altura poco menos que inalcanzable, mas los que se esfuerzan lo consiguen y pueden exclamar: “Volé tan alto tan alto que le di a la caza alcance”.
En el arte encontramos otra representación de la elevación del alma en el águila de San Juan; la escena frecuente en pinturas y relieves es la del águila que inspira a San Juan el libro del Apocalipsis. El águila es ave de vuelo alto y solemne, por eso es apta para representar a quien escribe un libro de altura espiritual.
El verdadero amor toma iniciativas en busca de la felicidad de la persona amada, hace salir a la persona de sí misma y de su pobre ensimismamiento, lanza a la persona a la alegría de ser complementada en otra persona. El amor es espléndido, alto, sabe volar porque se dirige continuamente hacia un objetivo que no es él mismo, va hacia el sol.
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