El teatro del Neoclasicismo

Juan Correa Gallardo

Durante más de setenta años, a partir de la Poética de Luzán en 1737, se desarrolla un caluroso debate sobre el teatro. Se discuten en él todos los aspectos de los dramaturgias: la estética, las reglas que han de seguir las obras, el arte de la representación, la disposición de los locales, la finalidad social… Lo que se impugnaba y defendía era la mayor parte de las obras del tiempo y los modelos que éstas copiaban de forma degradada, nos referimos a Lope, Calderón y otros grandes autores del siglo anterior.

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Las reformas que se proponen para el teatro son:

  • Total separación de géneros para evitar confusión.
  • Sometimiento a la regla clásica de las tres unidades: una sola acción que se desarrolla en un solo lugar y en un tiempo máximo de 24 horas.
  • Finalidad didáctica a través del empleo de temas útiles para la sociedad con un planteamiento de enseñanza práctica.
  • Planteamiento verosímil, acorde o parecido con la realidad.
  • Estructuración de las obras en tres actos.

En el grupo de los partidarios de l a reforma teatral destacan Luzán, Blas Nasarre, Clavijo y Fajardo, Nicolás Fernández de Moratín y Leandro Fernández de Moratín. Por el lado de los “conservadores”, Juan Iriarte, Romea y Tapia y Mariano Nipho.

Para entender cómo críticos y escritores entraron en la polémica replicando y contrarreplicando por medio sobre todo de folletos hay que acudir al trasfondo de la discusión, que solo fue parcialmente la literatura. En este sentido destacaremos tres hechos:

  • El teatro era el espectáculo por excelencia para la gente. Sólo las ceremonias religiosas ofrecían entretenimiento y visualidad. A finales del siglo, los toros empezaron a ser fiesta popular.

Felipe V, Fernando IV y Carlos III fueron grandes aficionados a los toros. En 1740 Felipe mandó la construcción de la primera plaza oficial que fue inagurada 10 años después por Fernando.

Entre todos los reyes, Carlos IV fue el más aficionado al mundo taurino y organizó  algunas funciones reales.

En aquellos días en Madrid, los llamados “mosqueteros” eran espectadores modestos, de baja ralea, que asistían a las representaciones en pie y amontonados en los patios polvorientos. Para ellos, y para todos los demás, la comedia era entonces el opio de un pueblo abatido, un motivo de celebración entusiasta, la excusa para congregarse semana tras semana, representación tras representación, entre las banquetas de la cazuela, los palcos de la tertulia o el gentío que se arremolinaba a lo largo del patio.

Aquella suerte de partido, donde en vez del balón se sorteaba el verso, donde en vez de pases largos se servían sonetos y silvas, creó monstruos y mitos, engrandeció nombres y dio alas a la aparición de “hooligans” de la palabra; Eran fanáticos de una u otra compañía que podían favorecer o boicotear a su antojo cualquier representación. Son los “polacos” y los “chorizos”. Los primeros, entusiastas del teatro de Ramón de la Cruz y los segundos de “El Príncipe”.

La polémica acerca del teatro es un aspecto más de espíritu progresivo del siglo y de la ilustración en la lucha contra la cultura barroca, obstáculo a la renovación. El teatro era un gran medio de educación popular que no podía desaprovecharse.

  • En el siglo XVIII España ha pasado a ser una potencia secundaria y es palpable el retraso cultural y económico del país. Los europeos y las mentes preocupadas del interior ponen en tela de juicio la cultura española. Para algunos críticos de fuera, el balance de esta no es positivo y las creaciones del siglo anterior se ven desfavorablemente. Esto provoca una reacción patriótica y un resquemor de inferioridad. Así, los partidarios de un nuevo teatro son tildados de antipatriotas desde la oposición conservadora. No siempre fueron ecuánimes, pues la estética neoclásica extramada era incapaz de comprender el arte barroco.

Los reformistas entendían el teatro como placer estético, entretenimiento y utilidad miral. Rechazaban en los epígonos del Barroco la falta de verosimilitud en la acción, los convencionalismos y el desorden de esta. Los alardes espectaculares: batallas, prodigios en escena, duelos, todos los apasionamientos les parecían fuera de lugar y ridículos. Defendían la unidad de acción, de lugar y tiempo (las famosas tres unidades) como un medio de evitar la desproporción, el gusto por lo novelesco existía entre los espectadores, más que por fidelidad a los preceptos clásicos.

En el teatro neoclásico los géneros más representados son: la tragedia neoclásica y la comedia.

La tragedia

Aun que fue considerada la forma más adecuada para el teatro didáctico, en el s. XVIII español este tipo de obras acabó fracasando porque lo ahogó el sometimiento estricto a las normas neoclásicas, la ausencia del sentido teatral y la inexistencia de una tradición y un público. La tragedia histórica está protagonizada por personajes ejemplares que sirven como modelos y que pasan por pruebas en las que triunfan su virtud, patriotismo y nobleza. Se recurre numerosamente a los héroes históricos pasados. En suma, se retrata un mundo en el que solo caben los sentimientos sublimes, los protagonistas pertenecen a la clase social alta y donde el final n suele ser feliz.

La comedia

Su máximo exponente es Leandro Fernández de Moratín. Es el único de los dramaturgos neoclásicos que consigue crear una forma valiosa de comedia, para ello fusiona la comedia urbana y la sátira de costumbre. Uno dos actitudes: una crítica de raíz intelectual que pone de relieve los vicios y errores de la sociedad, otra sentimental de raíz afectiva que destaca la verdad y la virtud. De esta forma cumple con la finalidad didáctica del teatro neoclásico. Los personajes sn más cercanos a los espectadores ya que describen a la clase media.

Paralelamente a estas dos corrientes, se desarrollo el llamado teatro costumbrista, cuyo máximo representante es Ramón de la Cruz.

El teatro costumbrista es aquel que refleja la vida, la sensibilidad de seres y ambientes que le son conocidos al autor y a los que trató de trascender por los medios habituales de su oficio. La principal característica es el Sainete: pieza corta (uno o dos actos) de carácter cómico que puede estar escrito en verso o en prosa. El principal cultivador de Sainetes es Ramón de la Cruz.

Para Nicolás Fernández de Moratín, “el teatro español es la escuela de la maldad, el espejo de la lascivia, el retrato de la desenvoltura, la academia del desuello, el ejemplar de las inobediencias, insultos, travesuras y picardías”.

Jovellanos, al hablar del teatro “menor” (sainetes, bailes, etc.), escribe: “otras naciones traen a danzar sobre las tablas las diosas y ninfas; nosotros, los manolos y las verduleras”

Los reformistas, además de la difusión de sus ideas sobre lo que debía ser el teatro, hicieron otra labor: buscar la protección del Estado para implantar una dramática y su propio trabajo literario. En el reinado de Carlos III el gobierno no interviene: hay subvenciones y premios a las obras neoclásicas, se reforman los locales, aparecen planes de acción teatral. El hecho más decisivo fue la prohibición de las representaciones de los actos sacramentales en 1765. Los buenos propósitos del teatro neoclásico no se vieron acompañados del éxito. La tragedia y la comedia, salvo la producción de Leandro Fernández de Moratín, no produjeron obras de gran calidad. Este hecho y la resistencia social a esos tipos de teatro no lo hicieron triunfar.

La gran obra de Moratín, “El sí de las niñas”, se estrenó en 1806, dos años antes de la Guerra de la Independencia.

“El sí de las niñas”

Moratín defendía una comedia que “imita a los hombres como son, imita las costumbres nacionales, los vicios y errores comunes así como  los incidentes de la vida doméstica”. Su obra “El sí de las niñas” refleja bien esas ideas.

La comedia moratiniana se adapta por completo a las normas estéticas del Neoclasicismo. De “El sí de las niñas” se extraen lecciones morales, pero es, además, una comedia divertida que provoca a menudo la risa del espectador. Se debe a que el autor domina el arte de presentar las cosas de un modo cómico, pero dejando translucir en el fondo de ellas una rigurosa sociedad. Es una obra fiel a los ideales de la clase media en la que sus personajes encarnan los valores éticos de la época.

“El sí de las niñas” es una crítica sobre los matrimonios de conveniencia, en los que era frecuente casar a una joven con un hombre mayor que ella.

Pese a ser esta obra un ejemplo claro de teatro neoclásico, fiel a la ley de las tres unidades (de lugar, de tiempo y de acción), la gracia de sus personajes y la intensidad de sus sentimientos le confieren rasgos que le acercan a la comedia romántica posterior.

Estructura y argumento.

Doña Irene, es una mujer viuda y derrochadora que vive con su hija. Cuando se quedó sin recursos económicos lo poco que le quedaba era su hija Paquita, y su única posibilidad de sacarla adelante era casándola con un hombre bien situado social y económicamente. Y de esta forma lo hizo Don Diego se hizo a la idea de casarse con la hija, a pesar de la diferencia de edad. Doña Irene  no para de convencer a Don Diego que su hija es muy educada y obediente a todo lo que dice su madre.

Doña Irene le hace entender a su hija Paquita que debe asumir el matrimonio lo mejor posible, porque eso después será fruto de su bienestar. Pero su hija solo puede pensar en su amor, Don Carlos, el cuál va a visitarla porque se entera de que quieren casarla en contra de su voluntad, y además, con un hombre mucho mayor que ella. Pero ella en realidad no sabe algo, y es que Don Carlos es el sobrino de Don Diego.

Don Diego descubre que Don Carlos está enamorado de Paquita y va dándose cuenta de que el amor verdadero entre ellos dos vale más que el matrimonio planificado. De esta manera Don Diego decide que Paquita y Don Carlos se casen.

A continuación pasaremos a leer un fragmento de la obra en la que Don Diego, ilustrado, hombre maduro que ha concertado matrimonio con, Paquita, acaba de leer por casualidad una carta que su sobrino ha enviado a la joven; a través de ella conoce los verdaderos sentimientos de la muchacha,

En esta escena, don Diego, al ver a la muchacha perturbada, decide aclarar las cosas con ella.

D. DIEGO ¿Qué siente usted? (Siéntase junto a D. Francisca.)
DOÑA FRANCISCA No es nada… Así un poco de… Nada…. no tengo nada.
D. DIEGO Algo será, porque la veo a usted muy abatida, llorosa, inquieta… ¿Qué tiene usted, Paquita? ¿No sabe usted que la quiero tanto?
DOÑA FRANCISCA Sí, señor.
D. DIEGO Pues ¿por qué no hace usted más confianza de mí? ¿Piensa usted que no tendré yo mucho gusto en hallar ocasiones de complacerla?
DOÑA FRANCISCA Ya lo sé.
D. DIEGO ¿Pues cómo, sabiendo que tiene usted un amigo, no desahoga con él su corazón?
DOÑA FRANCISCA Porque eso mismo me obliga a callar.
D. DIEGO Eso quiere decir que tal vez soy yo la causa de su pesadumbre de usted.
DOÑA FRANCISCA No, señor; usted en nada me ha ofendido… No es d usted de quien yo me debo quejar.
D. DIEGO Pues ¿de quién, hija mía?… Venga usted acá… (Acércase más.) Hablemos siquiera una vez sin rodeos disimulación… Dígame usted: ¿no es cierto que usted mira con algo de repugnancia este casamiento que s la propone? ¿Cuánto va que si la dejasen a usted entera libertad para la elección no se casaría conmigo
DOÑA FRANCISCA Ni con otro.
D. DIEGO ¿Será posible que usted no conozca otro más amable que yo, que la quiera bien, y que la corresponda como usted merece?
DOÑA FRANCISCA No, señor; no, señor.
D. DIEGO Mírelo usted bien.
DOÑA FRANCISCA ¿No le digo a usted que no?
D. DIEGO ¿Y he de creer, por dicha, que conserve usted tal inclinación al retiro en que se ha criado, que prefiera austeridad del convento a una vida más…?
DOÑA FRANCISCA Tampoco; no señor… Nunca he pensado así.
D. DIEGO No tengo empeño de saber más… Pero de todo lo que acabo de oír resulta una gravísima contradicción. Usted no se halla inclinada al estado religioso, según parece. Usted me asegura que no tiene queja ninguna de mí, que está persuadida de lo mucho que la estimo, que no piensa casarse con otro, ni debo recelar que nadie me dispute su mano… Pues ¿qué llanto es ése? ¿De dónde nace esa tristeza profunda, que en tan poco tiempo ha alterado su semblante de usted, en términos que apenas le reconozco? ¿Son éstas las señales de quererme exclusivamente a mí, de casarse gustosa conmigo dentro de pocos días? ¿Se anuncian así la alegría y el amor? (Vase iluminando lentamente la escena, suponiendo que viene la luz del día.)
DOÑA FRANCISCA Y ¿qué motivos le he dado a usted para tales desconfianzas?
D. DIEGO ¿Pues qué? Si yo prescindo de estas consideraciones, si apresuro las diligencias de nuestra unión, si su madre de usted sigue aprobándola y llega el caso de…
DOÑA FRANCISCA Haré lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.
D. DIEGO ¿Y después, Paquita?
DOÑA FRANCISCA Después…, y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.
D. DIEGO Eso no lo puedo yo dudar… Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la muerte su compañero y su amigo, dígame usted: estos títulos ¿no me dan algún derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad, sino para emplearme todo en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
DOÑA FRANCISCA ¡Dichas para mí!… Ya se acabaron.
D. DIEGO ¿Por qué?
DOÑA FRANCISCA Nunca diré por qué.
D. DIEGO Pero ¡qué obstinado, qué imprudente silencio!… Cuando usted misma debe presumir que no estoy ignorante de lo que hay.
DOÑA FRANCISCA Si usted lo ignora, señor D. Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si en efecto lo sabe usted, no me lo pregunte.
D. DIEGO Bien está. Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer.
DOÑA FRANCISCA Y daré gusto a mi madre.
D. DIEGO Y vivirá usted infeliz.
DOÑA FRANCISCA Ya lo sé.
D. DIEGO Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo.
DOÑA FRANCISCA Es verdad… Todo eso es cierto… Eso exigen de nosotras, eso aprendemos en la escuela que se nos da… Pero el motivo de mi aflicción es mucho más grande.