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El amor entre la sensibilidad y la inteligencia

La persona nacida en el seno de una familia que se quiere, sabe querer porque se siente querido. Al crecer irá llegando a la primera fase de pretender relacionarse con personas que no son de su familia y de establecer baremos de autoestima y de aceptación social; así llegará a los quince años de vida, aproximadamente. Será en los cinco siguientes años cuando se desarrolle la necesidad de estar con los demás en los niveles de estudio, relacionales, laborales, deportivos, espirituales, ideológicos, festivos, amistosos y amorosos.

Esa persona, que comienza a establecer con autonomía los pilares personales para su vida, habrá sido orientada o educada de muy diversas maneras para entender qué es el amor. La historia de su propia familia, el ejemplo de sus padres y hermanos, las noticias recibidas de cómo se aman -o no- las personas de su entorno, las noticias de los medios de comunicación y muchas referencias más colaborarán para que la persona se elabore su propio concepto de amor.

Mientras tanto, esa persona siente la sensibilidad, los afectos y los sentimientos en un primer lugar; son los instintos más inmediatos y elementales del querer y del ser querido sin atender a otros elementos más elevados de la persona que ilumina la inteligencia. Si el niño o el adolescente piensa, o se le ayuda a pensar, concluirá que los aspectos intelectuales son más importantes, duraderos y valiosos que los sensibles, hasta llegar a comprender que se puede amar con dolor o sin consolaciones sensibles.

La educación de los afectos, de los sentimientos, de la inteligencia y de la voluntad tendrán una gran importancia para colaborar a un recto entendimiento del amor por esta persona que se está haciendo y que en época adolescente o primeros años de juventud ha de forjar.

Si se diera el caso de incidir educativamente en la sola inteligencia se puede estar ayudando a que la persona vaya perfilando únicamente amores platónicos, idealistas, fuera de la realidad y llegue a considerar irresistible la relación social por no adaptarse a sus deseos.

Si el caso es el de incidir educativamente en la sola voluntad, la persona que crece verá únicamente la necesidad de un esfuerzo constante que le hará la vida aborrecible, muy cansada.

Si la persona no se orienta ni por la inteligencia ni por la voluntad ni por ningún otro criterio razonable, se verá abandonada a la sensibilidad y los sentimientos para lograr únicamente un pseudoamor falso, también irreal, donde lo importante es el sentimiento variable, recibir y dar afectos sensibles en los que más que amor se intenta el bienestar placentero que complace el cuerpo y la piel.

La unión a la que tiende el amor debe ser primordialmente inteligente, conforme a la característica más alta de la persona. La inteligencia orientará todos los demás aspectos que favorecerán la unidad de las personas que se aman y lo lograrán conforme a las características propias de las relaciones paternales, filiales, familiares, amistosas, laborales, de noviazgo o esponsales. Si, al contrario, se llama amor al sentimiento emotivo y corporalmente sensible, lo más probable es que en poco tiempo haya un fracaso en esa unión o relación de amor porque está construida con unos cimientos débiles que no resistirán con la fuerza y solidez de la inteligencia y la voluntad las dificultades -pequeñas o grandes- que les venga a lo largo de los días, le faltarán herramientos para avanzar, romperá con las personas que así no les satisfacen y buscará otras en unas relaciones inestables que le llevarán a un fracaso vital.

Algunos poetas saben expresar el amor con elevada inteligencia y a continuación se verán dos muestras.

De Pedro Salinas: «Tú vives siempre en tus actos. Con la punta de tus dedos pulsas el mundo, le arrancas auroras, triunfos, colores, alegrías: es tu música. La vida es lo que tú tocas».

De San Juan de la Cruz: «Buscando mis amores, iré por esos montes y riberas; ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras».

El buen amor capta, acoge y se entrega a la persona amada desde lo más alto de la persona, ordenando todos los aspectos que percibe, tanto externos como interiores e invisibles.

Apresado por la nieve

Apresado por la nieve

Hoy la nieve me adentra en lo cósmico
de tú a tú con la naturaleza
gran acusadora de mi pobreza
por lo que me consideran cómico.

Cada copo y otro es dinámico
cubriendo por la noche la corteza
de troncos de árboles, tierra y maleza,
manifestando cada algo cónico

Es la blancura lo que significa,
la extensión nevada en todo su albor
incansablemente algo predica.

Libremente cae pero no salpica
y empapa toda la tierra de amor
como símbolo del cosmos que indica.

El amor tiene alas

El ser humano está proyectado para hacerse con los otros iguales a él. Esta característica humana se comprueba en el hecho de no poder hacerse completamente la persona en sí misma, lo que acostumbramos a llamar egocentrismo y lo calificamos como algo negativo y desagradable en el contexto social.

Por experiencia práctica y por razonamiento intelectual, se puede considerar la soledad como algo negativo, como un mal, porque impide la realización personal. No obstante, distinguimos entre la soledad y esos momentos de alguna duración de en los que la persona no está físicamente junto a otras –que no es soledad sino aislamiento voluntario- para pensar o encontrarse consigo mismo tras un periodo de minutos, horas o días con actividad exterior grande.

Encontramos en el plano humano algo interesante entre dos extremos de un binomio: interioridad-exterioridad o aislamiento-relación. Esos cuatro términos son necesarios, se complementan de dos en dos y no pertenecen al ámbito de la soledad sino a la mayor riqueza humana que reclama la presencia de otros.

Cuando se aplican las posibilidades de exterioridad y de relación, la persona centra su atención en los demás y sale de sí misma, nace un interés por el bien de los otros, surge un afecto que acelera el deseo de ese bien para el otro. Como resultado, surge la iniciativa, la inventiva, para encontrar métodos y procedimientos para que la persona amada sea feliz.

Ese vuelco hacia los demás se llama amor y lleva a ideales tan elevados que hacen realidad una expresión conocida: “el amor tiene alas”. ¿Qué alas son esas que engendra el amor? A veces deseamos algo muy concreto y material para la persona amada, un pequeño obsequio o regalo que se puede comprar; otras veces el gran amor puede llevarnos a desear algo inalcanzable por haber puesto un altísimo nivel en aquello que deseamos para la persona amada.

No es extraño pensar en el vuelo del amor. Un sencillo suceso infantil lo demuestra: Un niño sabía que su madre rezaba, es decir, trataba de hablar con Dios en el interior de su corazón y de su pensamiento, considerando la trascendencia del Sumo Ser; bajo esta perspectiva, el niño le preguntó: “¿Y tú hablas con Dios?”; ante la respuesta afirmativa, que no requería mucha información, el niño consideró lógico continuar la pregunta con lo que imaginaba que le posibilitaba la acción de orar: “¿entonces, tú vuelas?” Es decir, eran lógicas para el niño las alas del amor o, con otras palabras, entendía también que “el amor tiene alas” porque de lo contrario era imposible elevarse a la altura del Sumo Bien y de la Suma Bondad.

Es tan popular entender el amor alado que el icono del amor es Cupido, el dios del amor en la mitología romana o el Eros en la mitología griega. Se le representa como un niño con alas, indicando la altura y fugacidad –a veces- del amor, y con los ojos vendados, expresando la ceguera incluso ante las imperfecciones de la persona amada. En la historia mitológica, Cupido, hijo de Venus o diosa de la belleza, se ve en muchos episodios que acaban con el triunfo del amor alegre.

Los poetas se han expresado en los mismos términos y han considerado que los ideales grandes son ideales altos, y al estar altos hay que sobreponerse, hay que volar para alcanzarlos; quizá sean difíciles de conseguir y por eso se les pone a una altura poco menos que inalcanzable, mas los que se esfuerzan lo consiguen y pueden exclamar: “Volé tan alto tan alto que le di a la caza alcance”.

En el arte encontramos otra representación de la elevación del alma en el águila de San Juan; la escena frecuente en pinturas y relieves es la del águila que inspira a San Juan el libro del Apocalipsis. El águila es ave de vuelo alto y solemne, por eso es apta para representar a quien escribe un libro de altura espiritual.

El verdadero amor toma iniciativas en busca de la felicidad de la persona amada, hace salir a la persona de sí misma y de su pobre ensimismamiento, lanza a la persona a la alegría de ser complementada en otra persona. El amor es espléndido, alto, sabe volar porque se dirige continuamente hacia un objetivo que no es él mismo, va hacia el sol.