José Luis Font Nogués
Publicado en la revista digital «¡Qué familia!»
Los acontecimientos se suceden a veces con mucha rapidez y pretendemos cosas con demasiada inmediatez; ese impulso puede ser brusco y atropella muchas reflexiones que a la persona conviene hacer ante sus actuaciones.
Sucedió que un escritor deseaba dar a leer sus poesías y acudió a un encuadernador con el fin de elaborar una edición corta que le sirviera para hacer algunos regalos. Buscó trabajadores del gremio y encontró a un artista de la encuadernación. Trató la forma de encuadernar, tipo de papel, cartulina de portada, títulos, tipo de letras y todas las cuestiones necesarias. El profesional de la encuadernación ofreció una sorpresa al escritor cuando trataban de establecer el orden de las páginas; el poeta buscaba calidad para su libro pero pretendía que quedara bien sin entender tanto del arte de la encuadernación como el mismo encuadernador; y el encuadernador no era tanto un empresario moderno sino un artista romántico:
– Esto no va así, aquí hemos de poner una página de cortesía
– ¿Cortesía…?
Sí, era necesaria la cortesía. No se puede abrir un libro y comenzar a leer inmediatamente, hay que dar un poco de tiempo, hay que pedir permiso para comenzar a leer, hay que dar un poco de emoción, hay que ofrecer un poco de anhelo al que abre ese libro por primera vez… ¡no se puede atacar al lector diciéndole a gritos lo que ha de leer! El escritor, que se creía poeta, entendió la poesía del encuadernador: cortesía, hay que ser educado, todo tiene su protocolo.
El trato quedó cerrado, el poeta salió a la calle y considerando la cortesía que acababa de aprender, le sobrevino un nuevo asombro porque su memoria le trajo cierto día que observó cómo un niño pequeño se desenvolvía con naturalidad y descomponía su figura con la consiguiente alteración de un grupo de personas mucho más altas que él; su atenta madre también actuó con la naturalidad reflexiva que le correspondía y habló a su hijo: “¡Pero Alvarito!, ¿dónde está tu madurez de tres años?”. Parece insólita la declaración materna, pero acertadísima; no avasalló la intimidad de su hijo que estaba en su “derecho” de hacer alguna travesura, le trató con inmenso cariño y le sugirió tener cierta madurez… la que podía, la de sus tres años; el niño conservaba su libertad y su intimidad, su pequeña capacidad de decidir, pero seguro que advirtió que en adelante debía pensarse dos veces si decidía o no hacer la misma travesura delante de varias personas mayores reunidas en torno a él.
Es bella una relación humana en la que no se ataca, no se obliga, no se insulta, no se grita, no se impone. Es bella una relación humana en la que se pide “por favor” sugerir alguna cuestión, hacer lo que a la otra persona le gusta, tener la cortesía de ir poco a poco, de tantear cómo recogerán los demás esas ideas que me gustan o de las que yo estoy muy convencido.