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Aunque llegó niño a nosotros, no nos trajo ni nos dio poco. Si preguntas qué trajo, lo primero de todo, la misericordia. (Bernardo de Claraval. En la Natividad del Señor. S. 1)

El arte de los belenes

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Jesús, el dulce, viene…
Las noches huelen a romero…
¡Oh, qué pureza tiene
la luna en el sendero!

Palacios, catedrales,
tienden la luz de sus cristales
insomnes en la sombra dura y fría…
Mas la celeste melodía
suena fuera…
Celeste primavera
que la nieve, al pasar, blanda, deshace,
y deja atrás eterna calma…

¡Señor del cielo, nace
esta vez en mi alma!

El poema de Juan Ramón Jiménez nos introduce en el ayer y el hoy de un belén, en el siempre eterno Belén. Al hacer el belén recreamos la naturaleza, la geografía, la escena a nuestro antojo, como nos dice la propia invención. Y esa recreación es un sugerente signo intuitivo de las disposiciones internas con las que aceptamos el nacimiento de un salvador para los hombres. El silencio de la nieve, también representada habitualmente en los belenes, nos adentra en esa serenidad de los copos que caen silenciosamente en Belén y nos invita a que -como dice Juan Ramón Jiménez- el Señor del cielo nazca en nuestra alma también en un silencio lleno de intimidad personal.

Preparando la Navidad

No había lugar para ellos en el aposento

(Lucas 2, 7)

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Cuando llegue el Salvador,

tranformará la bajeza de nuestro ser,

reproduciendo en nosotros el esplendor suyo;

a condición de que el corazón

quede previamente transformado,

reproduciendo la humildad del suyo.

Por eso va pregonando:

‘Aprended de mi, que soy sencillo y humilde de corazón’.

Fíjate en esta expresión , porque hay una doble humildad.

Humildad de conocimiento

y humildad de afección,

llamada aquí de corazón.

(Bernardo de Claraval. En el Adviento del Señor, S. 4)