Comunicación. III Simposio San Josemaría y la familia.
Jaén, 17-18.XI.2006
José Luis Font Nogués
En el año 1974 se celebraron en Brasil unos encuentros de miles de personas con San Josemaría. Un día son jóvenes los que van a verle y uno de ellos, situado muy cerca, le hace un comentario; en la respuesta San Josemaría establece unos razonamientos cortos, profundos, llenos de empatía y de intimidad, terminando a modo de remate con una consideración que le hace exclamar: ¡un alma cristiana es un alma de artista!. Esta escena quedó recogida en película y tras verla he reflexionado muchas veces sobre esa frase.
La celebración en Jaén del III Simposio sobre San Josemaría, que trata de la transmisión de la fe en la familia, me ha hecho encajar algunas piezas sobre el alma de artista de la persona y sobre la belleza de la familia.
1. El alma de artista
En la Carta a los artistas Juan Pablo II les llama “geniales constructores de la belleza” y, después de estudiar la diferencia entre “creador” (Dios Omnipotente) y “artífice” (el que utiliza algo ya existente, dándole forma y significado), concluye que “Dios ha llamado al hombre a la existencia, transmitiéndole la tarea de ser artífice. En la «creación artística» el hombre se revela más que nunca «imagen de Dios» y lleva a cabo esta tarea ante todo plasmando la estupenda «materia» de la propia humanidad y, después, ejerciendo un dominio creativo sobre el universo que le rodea”[1].
¿Cuáles son las cualidades del artista? Las primeras por las que pone en marcha sus capacidades son: mirar, advertir propiedades, valorar, recrearse, admirar, hacer propio el objeto observado, invertir en la cosa sus sentimientos y contemplar. A partir de ahí realiza otra tarea que es la de repetirlo, interpretarlo o expresarlo con imaginación y creatividad, conforme a la inspiración y originalidad personales.
El pensamiento de Juan Pablo II discurre diciendo que “no todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, según la expresión del Génesis, a cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra”[2] y con esas palabras corrobora el de San Josemaría cuando cataloga al alma cristiana como alma de artista.
En el marco de las relaciones interpersonales esa misma tarea es amorosa y los pasos hacia el amado son similares a los que se da con el objeto artístico: captar la belleza del alma del otro de la familia -sea el esposo, la esposa o los hijos-, entregar algo a los demás, entregarse a sí mismo, lograr que no impere el egoísmo personal que siempre limita y empequeñece.
Las primeras actitudes ante lo creado, tanto material como humano, son la de mirar y admirar para tratar de comprender. Es la forma de conocimiento inicial del niño, de tal forma que el pequeño universo que le rodea pasa a tener interés para él. Al paso de pocos años el niño parece asentado en el mundo, lo domina en la medida que le es preciso y puede tomar rutinas en su ejercicio intelectual. “Para despertar el interés en el niño debemos procurar que éste adopte una actitud inventiva. No debemos imponerle las cosas, es decir, no conviene imponerle lo interesante, sino tratar de que lo encuentre interesante y lo constituya como tal”[3]. Así le ayudamos a que vuelva a mirar y admirar y de esa manera avance en su conocimiento de la cosas.
Si volvemos a considerar la educación del interés en el niño comprendemos pronto que la mejor motivación que podemos darle es la llamada intrínseca, pues solo ella facilitará que el niño quiera por sí mismo, mientras que la extrínseca la consideramos inapropiada porque no se deben desear hacer cosas por ilusiones añadidas, y menos materiales, que no están niveladas ni proporcionadas con el hecho de ser persona.
Igualmente, en las personas adultas también se puede suscitar el interés; “a través del diálogo o de una comunicación se puede lograr que realmente la gente se despierte, que empiece a darse cuenta del valor de las cosas, a apreciar que aquello que antes le aburría no es tal”[4], y pasamos a valorar a los demás, a atenderles o enaltecerles, hacer posibles sus ideales, felicitarles por sus éxitos, ayudarles a alcanzar logros personales en todos los ámbitos, es decir, nos vamos alegrando por la vida de los demás, vamos tomando interés por el otro y somos generosos hasta desaparecer nosotros para que el otro se luzca, o sea, que triunfe el amor. Se explica por ello el modo en el que San Josemaría animaba al amor esponsal argumentando que la razón de ser del esposo es su esposa y viceversa, más aún el uno es para el otro el propio camino para ir hacia Dios.
Pero, además de los idealismos, San Josemaría era realista y gustaba preguntar a las esposas si querían a sus esposos con sus defectos y a los esposos les interrogaba de forma análoga; con otro modo de decir argumentaba a una esposa en Venezuela:
Quiere a tu marido. Quiérelo con sus defectos. No te enfades, hijo: tú tienes defectos (…) Y tú a ella lo mismo[5].
Es claro que si no queremos a los demás como son, realmente no los queremos; incluso los defectos que advertimos nos mueven al don personal para lograr la perfección del otro y eso lleva dedicación de pensamiento, de tiempo, de trato y también de oración.
Tanto en tareas esponsales como paternales, lo principal es atender con esmero, con delicadeza y con atención, que constituyen oficios propios de la educación en el marco del respeto; de ahí que San Josemaría las comparaba con la paciente labor de miniar un códice tal como se hacía en la Edad Media. La tarea de miniar lleva incorporadas otras que son propias del arte: captar, mirar, ver el colorido, expresar, tener cuidado y delicadeza.
No siempre es así el trato entre las personas debido a la diversidad de caracteres y a las imperfecciones personales, como apuntaba San Josemaría:
Chocas con el carácter de aquel o del otro… Necesariamente ha de ser así: no eres moneda de cinco duros que a todos gusta.
Además, sin esos choques que se producen al tratar al prójimo, ¿cómo irías perdiendo las puntas, aristas y salientes —imperfecciones, defectos— de tu genio para adquirir la forma reglada, bruñida y reciamente suave de la caridad, de la perfección?
Si tu carácter y los caracteres de quienes contigo conviven fueran dulzones y tiernos como merengues, no te santificarías[6].
Ha de tenerse en cuenta que las contrariedades y las diferencias que parecen disgustar son puntos fuertes en la formación y que las relaciones interpersonales, continuamente nos interpelan soluciones y son auténtica fuente de maduración.
Se plantea la cuestión negativa de qué hacer para evitar situaciones de conflicto en la familia, que es el ámbito que tratamos. La respuesta viene también de San Josemaría, que a veces utiliza comparaciones y signos del trabajo con metales y piedras preciosas:
Seamos sinceros: la familia unida es lo normal. Hay roces, diferencias… Pero esto son cosas corrientes, que hasta cierto punto contribuyen incluso a dar su sal a nuestros días. Son insignificancias, que el tiempo supera siempre: luego queda sólo lo estable, que es el amor, un amor verdadero —hecho de sacrificio— y nunca fingido, que lleva a preocuparse unos de otros, a adivinar un pequeño problema y su solución más delicada[7].
El roce, las diferencias e incluso enfados, son la labor de pulimento que de una piedra bruta consigue una piedra preciosa.
2. Entorno de la civilización del amor
Las diferencias citadas anteriormente son mejor estudiadas en el plano positivo que debe iluminar la familia. Pero una familia cristiana debe dar un salto más, debe situarse en una perspectiva divina:
“La civilización del amor, con el significado actual del término, se inspira en las palabras de la Constitución conciliar Gaudium et spes: ‘Cristo… manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación’ (Const. Past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22). Por esto se puede afirmar que la civilización del amor se basa en la revelación de Dios que ‘es amor’, como dice San Juan (1 Jn 4, 8.16), y está expresada de modo admirable por San Pablo con el himno a la caridad, en la primera Carta a los Corintios (cfr. 13, 1-13). Esta civilización está íntimamente relacionada con el amor que ‘ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado’ (Rom 5,5), y que crece gracias al cuidado constante del que habla, de manera tan incisiva, la alegoría evangélica de la vid y los sarmientos: ‘Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto’ (Jn 15, 1-2)
A la luz de éstos y de otros textos del Nuevo Testamento, es posible comprender lo que se entiende por ‘civilización del amor’ y por qué la familia está unida orgánicamente a esta civilización”[8].
En el contexto de la Carta a las familias, poco más adelante concluye Juan Pablo II que “la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor”[9].
Hablar de la perspectiva divina de la familia es ver el matrimonio como llamada de Dios. Para San Josemaría la familia, y el matrimonio indisoluble entre hombre y mujer en que se asienta, es una llamada de Dios a la santidad:
Recordad a todos —y de modo especial a tantos padres y a tantas madres de familia, que se dicen cristianos— que la «vocación», la llamada de Dios, es una gracia del Señor, una elección hecha por la bondad divina, un motivo de santo orgullo, un servir a todos gustosamente por amor de Jesucristo[10].
La idea es coherente con la de Juan Pablo II: “Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el Amor, aquel Amor que es ‘derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado’ (Rom 5, 5)”[11]. Es así como entra el matrimonio y la familia en la vida de la Trinidad, en la vida de la gracia.
3. Principio de comunión personal
Es preciso atender al matrimonio en cuanto que es fuente de vida, pero de distinta forma al resto de los seres creados. “La paternidad y la maternidad humanas, aún siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una ‘semejanza’ con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum)”[12].
De ahí que la familia se tenga que mirar desde un plano más elevado. “A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida”[13].
“En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí, salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la referencia ejemplar al ‘Nosotros’ divino. Sólo las personas son capaces de existir ‘en comunión’. La familia arranca de la comunión conyugal que el Concilio Vaticano II califica como ‘alianza’, por la cual el hombre y la mujer ‘se entregan y aceptan mutuamente’ (Const. Past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 48)”[14].
No es esa comunión un mero convivir o una sociedad de bienes, ni siquiera una simpatía mutua. “La ‘comunión’ se refiere a la relación personal entre el ‘yo’ y el ‘tú’”[15], es esa expresión de alma de artista que lleva a las correspondientes actitudes de admiración antes mencionadas pero que no se detiene en éxtasis sino que lleva a la acción, a la dedicación, al desvivirse –dejar la vida- por la persona o personas amadas:
«¿No se reirá, Padre, si le digo que hace unos días me sorprendí ofreciéndole al Señor, de una manera espontánea, el sacrificio de tiempo que me suponía tener que arreglar, a uno de mis pequeños, un juguete descompuesto?”
No me sonrío, ¡gozo!: porque, con ese Amor, se ocupa Dios de recomponer nuestros desperfectos[16].
Aunque la intención de esta reflexión de San Josemaría es la invitación al arrepentimiento y conversión interiores, no escapa a la inteligencia un saber hacer propio del hogar que requiere capacidad de dedicación y servicio.
4. Trabajo y descanso entendidos como entrega amorosa
Esa dedicación a la familia incluye la actividad del trabajo que acompaña inevitablemente la vida del hombre sobre la tierra[17].
Explica San Josemaría que el trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su domino sobre la creación[18]. Es evidente que la persona trabaja y ha de salir del hogar para dirigirse a su ocupación laboral, pero no le desune eso a la familia y sigue existiendo la comunión personal que no es física siempre pero sí habitualmente espiritual. Tampoco pasa inadvertido a San Josemaría que el trabajo es ocasión de desarrollo de la propia personalidad[19].
Pero nos es especialmente interesante en el tema que nos compete que, para San Josemaría, el trabajo es además y al mismo tiempo vínculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad[20].
Y esto es de tal manera que trabajo y familia van estrechamente unidos en la tarea de la colaboración con Dios en la creación del mundo y de la especie humana:
Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplían. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra [21].
Luego, no separa el trabajo a la familia, el trabajo no es en sí mismo un disgregador familiar sino un factor coadyuvante al logro de los fines de la familia humana, de la familia social y de la familia de Dios, porque el trabajo se plantea al servicio del hombre y de sus amores: la familia y Dios.
Y junto al trabajo, el descanso. Llamó poderosamente mi atención “Il Riposo nella fuga in Egitto” de Caravaggio durante una visita que realicé a la Galleria Doria Pamphilj.

Riposo dalla fuga in Egitto. Caravaggio
Me detuve ante él contemplando la capacidad del ángel, que el pintor puso de espaldas y en el eje central del cuadro, haciendo descansar a San José, que sitúa a la izquierda, y a María con Jesús, situados a la derecha. ¿Qué cansancio llevaría la Sagrada Familia a ese punto geográfico donde se detienen? ¿Qué generosidad tendría el ángel para advertirlo y desplegar la mejor de su música con su violín? Y pensaba en esas palabras de San Josemaría sobre esos acontecimientos que llevaron a José, María y Jesús a tan largo viaje:
Mientras descansa la Sagrada Familia, se aparece el Ángel a José, para que huyan a Egipto. María y José toman al Niño y emprenden el camino sin demora. No se rebelan, no se excusan, no esperan a que termine la noche…: di a Nuestra Madre Santa María y a Nuestro Padre y Señor San José que deseamos amar prontamente toda la penitencia pasiva[22].
Estas palabras incluyen grandes actitudes familiares, sobre todo esponsales: sufrirlo todo por el bien de la familia, por el bien de los hijos. Es cierto que en este caso se nos ofrece una misión excelsa del Hijo que sus padres ya han advertido, pero no deja de ser un punto de referencia para que cada matrimonio no se excuse para poner en marcha cuanto sea necesario porque sus hijos lleguen al fin para el que están llamados, es decir, a su vocación humana y divina personal.
Con un sereno y santo estupor leemos las palabras de Juan Pablo II acerca de la excelsa dedicación de Jesús al Padre del Cielo, antes que a sus padres de la tierra: “Gozoso y dramático al mismo tiempo es también el episodio de Jesús de 12 años en el templo. Aparece con su sabiduría divina mientras escucha y pregunta, y ejerciendo sustancialmente el papel de quien ‘enseña’. La revelación de su misterio de Hijo, dedicado enteramente a las cosas del Padre, anuncia aquella radicalidad evangélica que, ante las exigencias absolutas del Reino, cuestiona hasta los más profundos lazos de afecto humano. José y María mismos, sobresaltados y angustiados, «no comprendieron» sus palabras (Lc 2, 50)”[23]. Estas bellas palabras nos hacen estimar en su divina dimensión la entrega de un hijo a Dios, sea en una dedicación laical en medio del mundo, en el orden sacramental o en el estado del llamado “comtemptus mundi” de una orden religiosa.
Así lo argumentaba igualmente San Josemaría con la experiencia personal vivida en el trato –formación, ayuda y comprensión- de sus padres:
Hazme eco: no es un sacrificio, para los padres, que Dios les pida sus hijos; ni, para los que llama el Señor, es un sacrificio seguirle.
Es, por el contrario, un honor inmenso, un orgullo grande y santo, una muestra de predilección, un cariño particularísimo, que ha manifestado Dios en un momento concreto, pero que estaba en su mente desde toda la eternidad[24].
No en vano decía que un hijo debe la vocación divina a sus padres en un noventa por ciento.
5. Cuestión cosmológica
El misterio de la familia es a la vez una cuestión cosmológica. El Dios que ha creado el universo también se ha ocupado de dar inmensa grandeza a los seres que ocupan un pequeño lugar del mismo. No los ha dejado de su mano, les ha dado la categoría de poder ser sus hijos y ha hecho posible esa comunicación de bienes a través de la generación: “El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cfr. Ef 3, 14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la familia humana”[25]
¡Qué bien vienen al caso las bellas palabras del salmo 18!:
“Los cielos cuentan la gloria de Dios,
y el firmamento anuncia la obra de sus manos.
El día transmite al día la palabra,
la noche a la noche se lo susurra”[26]
“Cada generación halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin embargo, en el caso del hombre, esta dimensión ‘cósmica’ de semejanza con Dios no basta para definir adecuadamente la relación de paternidad y maternidad. Cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona”[27].
Por tanto, la familia debe vivir en su lugar, el cosmos creado por Dios; con esa conciencia vive y respeta la vida, el trato, las relaciones personales, el cuidado y educación de los hijos, tal como canta el salmo; no en vano decía el cardenal Joseph Ratzinger años antes de su elección papal que el mundo es un espacio de adoración[28] y el susurrar es el mejor modo de expresar la oración y la vida de la familia.
6. La fuerza del hombre interior
Y, sabiendo la debilidad inherente a la persona humana, ¿de dónde sacará la fuerza necesaria para llevar a cabo su misión de manera oportuna? Tendrá que recurrir a su razón, al sentido común y a la tradición de anteriores generaciones. “El arte es una virtud en el sentido más amplio y más filosófico que los antiguos daban a esta palabra; es un habitus o estado de posesión, una fuerza interior desarrollada en el hombre, que lo perfecciona, de acuerdo con sus modos de obrar y lo hace –en la medida en que el hombre emplea tal fuerza- siempre igual en una actividad dada”[29].
Pero también señala Maritain que el hombre que posee la virtud del arte no es infalible en su obra y, añadimos que, en el sentido que tratamos, es indudable que deberá acudir a Dios, inmerso en su Amor, para transmitir amor. “El Apóstol, doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que ‘conceda… ser fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior’ (Ef 3, 16). Esta ‘fuerza del hombre interior’ es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos críticos, es decir, cuando el amor –manifestado en el rito litúrgico del consentimiento matrimonial con las palabras: ‘Prometo serte fiel… todos los días de mi vida’- está llamado a superar una difícil prueba”[30].
Me conmueve que el Apóstol califique al matrimonio cristiano de “sacramentum mágnum” —sacramento grande. También de aquí deduzco que la labor de los padres de familia es importantísima.
—Participáis del poder creador de Dios y, por eso, el amor humano es santo, noble y bueno: una alegría del corazón, a la que el Señor —en su providencia amorosa— quiere que otros libremente renunciemos.
—Cada hijo que os concede Dios es una gran bendición divina: ¡no tengáis miedo a los hijos![31].
Están en consonancia estas consideraciones con la esencia conyugal y filial inscrita en la naturaleza humana, más tarde realizada la transcripción de la Palabra en el Génesis y, llegada la plenitud de los tiempos, elevada a signo de lo que Dios hace con lo creado. Es así el amor conyugal y paterno-materno filial un algo que nos dice del amor entre Dios y el hombre, entre Dios y los por Él convocados a vivir insertados en el amor con unión personal. Por eso explica San Josemaría:
Verdaderamente es infinita la ternura de Nuestro Señor. Mirad con qué delicadeza trata a sus hijos. Ha hecho del matrimonio un vínculo santo, imagen de la unión de Cristo con su Iglesia, un gran sacramento en el que se funda la familia cristiana, que ha de ser, con la gracia de Dios, un ambiente de paz y de concordia, escuela de santidad. Los padres son cooperadores de Dios. De ahí arranca el amable deber de veneración, que corresponde a los hijos[32].
Deben convencerse los padres, por tanto, de que la fuerza para la fidelidad, la exigencia o la batalla en los avatares cotidianos procede del amor y al amor se orienta. Dicho amor será a la vez el motor que hace vibrar a la familia y a cada uno de sus miembros. Confiar en ese manantial de vida es la fórmula de vida de la familia.
7. El himno del respeto
La identidad íntima de cada hombre y de cada mujer “consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor; más aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona”[33]. Por eso es necesaria la veneración mutua entre los esposos y de ambos hacia los hijos. Venerar es respetar en sumo grado y requiere vivir en la verdad de la dignidad del otro y en el amor.
Al igual que la adoración es el reconocimiento absoluto de la dependencia personal con respecto al Creador, el respeto es una forma de expresar esa veneración debida a esposo, esposa o hijos por la dignidad que tienen y por la alianza que les une. Dicho respeto se advierte pues, de amor esponsal en la comunión matrimonial o de cuidado y educación hacia los hijos.
En cualquiera de sus formas, el respeto no es temeroso por ser radicalmente extraños el amor y el temor. Así lo decía San Josemaría explicando las palabras de San Juan que dicen “En la caridad no hay temor; antes la perfecta caridad echa fuera al temor servil, porque el temor tiene pena: y así el que teme, no es consumado en la caridad”, lo que San Josemaría comentaba libremente:
¿Miedo? Tengo clavadas en mi alma unas palabras de San Juan, de su primera epístola, en el capítulo cuarto. Dice: “qui autem timet, non est perfectus in caritate”. El que tiene miedo no sabe amar. Y vosotros sabéis amar todos, así que no tenéis miedo. ¿Miedo a qué? Tú sabes querer; por lo tanto no tengas miedo. ¡Adelante! Haz lo que debes hacer[34].
El respeto, expresión del amor, también se torna así en un garante del amor porque protege la dignidad de la otra persona que crece ante la veneración de que es sujeto y también protege al sujeto emisor de tal veneración ya que le enaltece su gesto y se hace capaz de ser admirado y querido.
Esta actitud amorosa que permite la veneración y el respeto induce a todo el entorno familiar a desarrollar sus vidas en un marco de respeto que se hace costumbre familiar incluso antes de formar la familia; así lo decía con claridad San Josemaría cuando un novio le pedía consejos y se los daba muy explícitamente: Respétala. No la querrás menos, la querrás más[35]. Desde ese momento, la fórmula del respeto mantendrá seguro el amor y lo alimentará siempre. ¿Tendrá que esforzarse un padre o madre en advertir mucho a sus hijos para que obedezcan alguna norma en el hogar? Parece que la respuesta a esta pregunta es negativa y, de la misma manera, no parece que puedan tomar asiento las faltas de educación, los desplantes o las desobediencias que tanto preocupan a los padres que pretenden llevar la familia a feliz término.
Dando un paso más, en la educación de los hijos, más incide el amor-veneración-respeto que se tengan los esposos entre sí que los mandatos, órdenes o indicaciones que con un grado crecientemente progresivo habrá que dar a la vez que crea otro grado imparable de rebeldía.
No obstante, dada la imperfección humana, los padres han de corregir. ¿Corregir es una falta de respeto? El respeto no significa dejar a los demás que hagan lo que les venga en gana. Hay cosas que se deben prohibir, y asuntos que se deben corregir. Tanto el respeto como la corrección se apoyan en la caridad. Lo fundamental no es el respeto sino la caridad, y ésta exige a veces corregir para ayudar. Sólo hay falta de respeto si se corrige con malos modos:
¡Cómo yerran padres, maestros, directores… que exigen sinceridad absoluta y, cuando se les muestra toda la verdad, se asustan![36].
“Paternidad y maternidad son en sí mismas una particular confirmación del amor, cuya extensión y profundidad originaria nos descubren. Sin embargo, esto no sucede automáticamente. Es más bien un cometido confiado a ambos: al marido y a la mujer. En su vida la paternidad y la maternidad constituyen una ‘novedad’ y una riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es ‘de rodillas’”[37]
No tengas miedo de querer a las almas, por El; y no te importe querer todavía más a los tuyos, siempre que queriéndoles tanto, a El le quieras millones de veces más[38].
Sobre la corrección es sabia la máxima: “Sanar y perdonar son los gestos típicos de la pedagogía de Jesús”[39]. De todas maneras se ha de tener en cuenta la indicación de San Pablo: “Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos con excesiva severidad, para que no se hagan pusilánimes”[40]. No se debe exigir por soberbia o por cabezonería y, por tanto, sujeto a enfado o desaire. La buena exigencia es serena y llena del mejor amor. En este entorno y de manera positiva ve San Josemaría estas relaciones entres padres e hijos y de estos hacia sus padres:
Con razón, el cuarto mandamiento puede llamarse —lo escribí hace tantos años— dulcísimo precepto del decálogo. Si se vive el matrimonio como Dios quiere, santamente, el hogar será un rincón de paz, luminoso y alegre[41].
Si se vive siempre en profunda actitud de respeto la transmisión de un sentido de la vida no hay que pregonarlo: se advierte, se comunica, se contagia, se entiende. Por eso, “estar o pasar de puntillas” parece la expresión menos científica y más acertada para indicar la forma de presencia personal ante cada persona de la familia.
8. Principio de cohesión familiar
“El Apóstol ve, pues, en el cuarto mandamiento el compromiso recíproco entre marido y mujer, entre padres e hijos, reconociendo así en ello el principio de la cohesión familiar”[42].
En cierta ocasión argumentaban a San Josemaría: “Uno de los bienes fundamentales de la familia está en gozar de una paz familiar estable. Sin embargo no es raro, por desgracia, que por motivos de carácter político o social una familia se encuentre dividida”. Y se le preguntaba: “¿Cómo piensa usted que pueden superarse esos conflictos?. A continuación la respuesta:
Mi respuesta no puede ser más que una: convivir, comprender, disculpar. El hecho de que alguno piense de distinta manera que yo —especialmente cuando se trata de cosas que son objeto de la libertad de opinión— no justifica de ninguna manera una actitud de enemistad personal, ni siquiera de frialdad o de indiferencia. Mi fe cristiana me dice que la caridad hay que vivirla con todos, también con los que no tienen la gracia de creer en Jesucristo. ¡Figuraos si se ha de vivir la caridad cuando, unidos por una misma sangre y una misma fe, hay divergencias en cosas opinables! Es más, como en esos terrenos nadie puede pretender estar en posesión de la verdad absoluta, el trato mutuo, lleno de afecto, es un medio concreto para aprender de los demás lo que nos pueden enseñar; y también para que los demás aprendan, si quieren, lo que cada uno de los que con él conviven le puede enseñar, que siempre es algo.
No es cristiano, ni aun humano, que una familia se divida por estas cuestiones. Cuando se comprende a fondo el valor de la libertad, cuando se ama apasionadamente este don divino del alma, se ama el pluralismo que la libertad lleva consigo[43].
Pero hemos de tener en cuenta que los hijos también han de ir tomando parte activa en el desarrollo familiar conforme van creciendo, por eso se puede decir que no todo depende de los padres:
Pero no todo depende de los padres. Los hijos han de poner también algo de su parte. La juventud ha tenido siempre una gran capacidad de entusiasmo por todas las cosas grandes, por los ideales elevados, por todo lo que es auténtico. Conviene ayudarles a que comprendan la hermosura sencilla —tal vez muy callada, siempre revestida de naturalidad— que hay en la vida de sus padres; que se den cuenta, sin hacerlo pesar, del sacrificio que han hecho por ellos, de su abnegación —muchas veces heroica— para sacar adelante la familia. Y que aprendan también los hijos a no dramatizar, a no representar el papel de incomprendidos; que no olviden que estarán siempre en deuda con sus padres, y que su correspondencia —nunca podrán pagar lo que deben— ha de estar hecha de veneración, de cariño agradecido, filial[44].
Es comprensible, por tanto, que San Josemaría llamara dulcísimo precepto al cuarto mandamiento del Decálogo.
9. Buscar constantemente la fuente del amor
“La Iglesia reza para que venzan las fuerzas de la ‘civilización del amor’ que brotan de la fuente del amor de Dios; fuerzas que la Iglesia emplea sin cesar para el bien de toda la familia humana”[45].
Admira la bondad de nuestro Padre Dios: ¿no te llena de gozo la certeza de que tu hogar, tu familia, tu país, que amas con locura, son materia de santidad?[46]
En este ir a las fuentes del amor que alimenta siempre a la familia, cada persona debe cuidar al mismo tiempo que la maleza o el pedregal no altere ni su origen, ni el cauce ni su curso:
Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las criaturas.[47]
De ahí que se perfile bien una obligación que, con delicadeza, ha de llevar a cabo cada cristiano y cada familia:
No podemos cruzarnos de brazos, cuando una sutil persecución condena a la Iglesia a morir de inedia, relegándola fuera de la vida pública y, sobre todo, impidiéndole intervenir en la educación, en la cultura, en la vida familiar.
No son derechos nuestros: son de Dios, y a nosotros, los católicos, El los ha confiado…, ¡para que los ejercitemos![48].
Por tanto, cada persona tiene ante sí el reto de defender y ayudar a la familia en los ámbitos del derecho, de la educación, de la economía, del ocio y de la comunicación:
Esta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social[49].
No se podrá realizar esa tarea en la sociedad si la familia, cada familia, no realiza bien su papel. “Conviene más bien procurar que, mediante una educación evangélica cada vez más completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los cónyuges como, sobre todo, la de los más frágiles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez más conscientes de la atención debida a los hijos y hacerse promotores de una eficaz presencia eclesial y social para tutelar sus derechos”[50].
10. El respeto como condición para transmitir la fe
Imprime la misma naturaleza humana que sean los padres quienes cuiden a sus hijos en todos los aspectos humanos, materiales y espirituales. “Los padres, partícipes de la paternidad divina, son los primeros responsables de la educación de sus hijos y los primeros anunciadores de la fe. Tienen el deber de amar y de respetar a sus hijos como personas y como hijos de Dios… En especial, tienen la misión de educarlos en la fe cristiana”[51]. Pero, ¿cómo se pone en práctica esa responsabilidad?
El antiguo escritor romano Plinio detallaba cómo la abeja reina no tiene aguijón, y si lo tiene no lo usa, porque reina no por la fuerza, sino por la majestad. Esta observación de la sabia naturaleza parece un presagio de una gran verdad que explicaba el Concilio Vaticano II: “la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas”[52].
Una verdad se hace visible por sí misma, tan sólo hay que enunciarla, dejarla ver, señalarla, hacerla gustosa. De esa manera, para hacer fácil el acceso a la verdad, San Josemaría indicaba un buen camino a una maestra en Portugal que le preguntaba sobre la tarea formativa con muchachas de 13 a 15 años:
Coges a cada alma como si fuera un tesoro –y lo son, porque cada una vale toda la sangre de Cristo-, y haces lo que uno de aquellos miniaturistas de los viejos monasterios de la Edad Media, que se pasaba los días pintando un pajarito, una flor… Así haces tú con esas almas[53].
¡Eso es el respeto!, pero no queda en eso, sino que también indicaba San Josemaría el entorno de intimidad en el que se forma a cada uno:
… cada criatura requiere una asistencia concreta, personal. ¡no pueden tratarse las almas en masa! No es lícito ofender la dignidad de hijo de Dios, no acudiendo personalmente a cada uno con la humildad del que se sabe instrumento, para ser vehículo del amor de Cristo: porque cada alma es un tesoro maravilloso; cada hombre es único, insustituible. Cada uno vale toda la sangre de Cristo[54].
Y cuando aparecen en los hijos las señales de la imperfección hay que guardar la calma y no caer en la tentación de la brusquedad:
… a los padres y a las mamás especialmente, que tienen siempre ganas de gritar y de dar cachetes a sus hijos, les aconsejo: así no lograrás nada. ¡Sonríe! ¿Y si se porta mal? ¡Sigue sonriendo! Después, al día siguiente o a los ocho días, sin dejar de sonreír y sin enfadarte, le dices lo que tengas que decir[55].
Eso es un buen modo de respetar en la corrección, pero más hay que estar preocupados de las acciones educativas positivas que de las amenazas de los desperfectos que lleguen. La acción educativa es la previsión para educar en virtudes, de lo que da una buena muestra San Josemaría cuando en una tertulia contestó a un profesor que le preguntaba qué virtudes había de enseñar a los alumnos:
Hay que inculcarles la sinceridad, y para eso, debéis ser vosotros muy sinceros.
Y a otra pregunta similar, contestaba:
Hacedlos leales, sinceros, que no tengan miedo a deciros las cosas.
Para eso, se tú leal con ellos, trátalos como si fueran personas mayores, acomodándote a sus necesidades y a sus circunstancias de edad y de carácter. Sé amigo suyo, sé bueno y noble con ellos, sé sincero y sencillo[56].
Es así como se hace vida el bello ideal de la paternidad y de la maternidad, de los que cualquier buen hijo se sentirá agradecido:
Agradece a tus padres el hecho de que te hayan dado la vida, para poder ser hijo de Dios. —Y sé más agradecido, si el primer germen de la fe, de la piedad, de tu camino de cristiano, o de tu vocación, lo han puesto ellos en tu alma[57].
Lo que se aprende en casa no se olvida, los buenos ratos en el hogar permanecen para toda la vida en la intimidad del corazón y en el “saber hacer” de quien los ha vivido. Es cierto lo que decía el gran pedagogo don Andrés Manjón, que lo que se aprende en las rodillas del padre y en el regazo de la madre, nadie ni nada lo podrá arrebatar.
Es función de los padres mantener siempre el alto objetivo de la santidad para todos los suyos. En Valencia decía Benedicto XVI en el V Encuentro de las Familias: “La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos (cf. Familiaris consortio, 60); cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre”[58]. Y San Josemaría sugería:
En mis conversaciones con tantos matrimonios, les insisto en que mientras vivan ellos y vivan también sus hijos, deben ayudarles a ser santos, sabiendo que en la tierra no seremos santos ninguno. No haremos más que luchar, luchar y luchar.
—Y añado: vosotros, madres y padres cristianos, sois un gran motor espiritual, que manda a los vuestros fortaleza de Dios para esa lucha, para vencer, para que sean santos. ¡No les defraudéis![59].
Ese “motor espiritual” que debe ser la familia debe actuar en todo momento con gestos de respeto, desde los ratos buenos hasta las dificultades, aunque estas supongan peligro para la vida; nos da buen ejemplo de ello la madre de los Macabeos con su respeto no solo a la vida mortal de sus hijos sino a la vida eterna cuando les dice: “Ruégote, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra, y a todas las cosas que en ellos se contienen; y que entiendas bien que Dios las ha creado todas de la nada, como igualmente el linaje humano”[60].
Desde la concepción hasta la muerte, junto con las anteriores generaciones y el sello dejado para las siguientes, conseguir el lema “¡Familia, sé lo que eres!”[61] de Juan Pablo II es un arte. Es necesario repensar la expresión de San Josemaría de la que hemos partido y vemos que en realidad, ¡un alma cristiana es un alma de artista!.
Para llevar a cabo esa obra de arte –la persona y la familia- se pueden apuntar algunas actuaciones claves:
a) Transmitir la Palabra de Dios, “alimentarnos de la Palabra para ser « servidores de la Palabra » en el compromiso de la evangelización”[62], que es una cuestión que ha de implicar a todos y también a la familia…. leer el evangelio en casa el día del Señor porque como también indica Juan Pablo II marcando pautas para el tercer milenio: “La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las familias, a los jóvenes, a los niños, sin esconder nunca las exigencias más radicales del mensaje evangélico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, según el ejemplo de Pablo cuando decía: « Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos » (1 Co 9,22)”[63].
Narrar las historias bíblicas en el hogar es la mejor forma de transmitir la fe:
Insisto: ruega al Señor que nos conceda a sus hijos el «don de lenguas», el de hacernos entender por todos.
La razón por la que deseo este «don de lenguas» la puedes deducir de las páginas del Evangelio, abundantes en parábolas, en ejemplos que materializan la doctrina e ilustran lo espiritual, sin envilecer ni degradar la palabra de Dios.
Para todos —doctos y menos doctos—, es más fácil considerar y entender el mensaje divino a través de esas imágenes humanas[64].
Sólo “teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acción del Espíritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Apóstoles (cf. ibíd., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus oídos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1)”[65].
b) Lograr que cada familia sea escuela de oración ya que “nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas « escuelas de oración », donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hasta el ‘arrebato del corazón’ ”[66].
Después de preguntarse a la luz del Evangelio cómo llega Pedro a darse cuenta de quién es Jesús, Juan Pablo II concluye que “a la contemplación plena del rostro del Señor no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia”[67]. Nos ayudan los consejos de San Josemaría sobre la oración del Rosario llenos de un sentido de respeto:
Rezad el Santo Rosario, pero cada día, en familia. No obliguéis a los niños pequeñines, pero invitad a los mayores; invitarles, he dicho, no obligarles[68].
Junto a estos consejos llenos de respeto que se pueden aplicar a la meditación, al repaso de las verdades de la fe o a la lectura del Evangelio o de algunos Salmos, no deben olvidarse las familias de elevar el alma a Dios en otros momentos que ha recordado Benedicto XVI: “por favor, rezad juntos también en casa: a la mesa y antes de acostarse. La oración no sólo nos lleva hacia Dios; también nos lleva los unos a los otros. Es una fuerza de paz y de alegría. Si Dios está presente en ella y se experimenta su cercanía en la oración, la vida en la familia se hace más feliz y adquiere una dimensión mayor”[69].
c) Lograr que la participación en la Eucaristía sea, para cada bautizado, el centro del domingo. “Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no sólo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente”[70]. Es deseo de Juan Pablo II que concreta su sucesor: “Os pido que vayáis con vuestros hijos a la iglesia para participar en la celebración eucarística del domingo. Veréis que no es perder el tiempo; al contrario, es lo que mantiene verdaderamente unida a la familia, dándole su centro. Si participáis juntos en la liturgia dominical, el domingo resulta más hermoso, toda la semana resulta más hermosa”[71].
Niño bueno: los amadores de la tierra ¡cómo besan las flores, la carta, el recuerdo del que aman!…
—Y tú, ¿podrás olvidarte alguna vez de que le tienes siempre a tu lado… ¡a El!? —¿Te olvidarás… de que le puedes comer?[72].
Es la forma en que motiva San Josemaría a mayores y pequeños para que se acerquen a la Eucaristía.
d) Proponer de manera convincente y eficaz la práctica del Sacramento de la Reconciliación[73].
Si nos arrepentimos, si brota de nuestro corazón un acto de dolor, si nos purificamos en el santo sacramento de la Penitencia, Dios sale a nuestro encuentro y nos perdona[74].
Así aconsejaba a los padres acercar a sus hijos al sacramento de la Penitencia, con frecuencia, para que mantuvieran el alma limpia y así estuvieran alegres y con conciencia verdadera, recta y cierta.
e) Lograr la comunión personal en la familia, experimentando que “espiritualidad de la comunión es saber « dar espacio » al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias”[75].
Por ver feliz a la persona que ama, un corazón noble no vacila ante el sacrificio. Por aliviar un rostro doliente, un alma grande vence la repugnancia y se da sin remilgos… Y Dios ¿merece menos que un trozo de carne, que un puñado de barro?
Aprende a mortificar tus caprichos. Acepta la contrariedad sin exagerarla, sin aspavientos, sin… histerismos. Y harás más ligera la Cruz de Jesús[76].
Como ya ha quedado escrito, el respeto hace posible ese dar espacio a cada miembro de la familia, pero además alentará la diversidad de vocaciones en la familia: “Esta perspectiva de comunión está estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Espíritu”[77]
f) Conseguir la unión con el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, es hacer amar la Iglesia y dar sentido a la fe.
Tres pensamientos complementarios justifican esta propuesta: Juan Pablo II escribía con palabras de San Ignacio de Antioquia la necesidad de “mirar hacia Roma, la Iglesia « que preside en la caridad » (S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, Pref., ed. Funk, I, 252)”[78]. En el mismo intento, San Josemaría hacía poner en una terraza alta desde la que se veía Roma y la cúpula de Miguel Ángel:
¡Cómo brillas, Roma! ¡Cómo resplandeces desde aquí, en panorama espléndido, con tantos monumentos maravillosos de antigüedad! Pero tu joya más noble y más pura es el Vicario de Cristo, del que eres la única ciudad que te glorías[79].
En una familia la unión con Roma y, si es posible, la peregrinación al sepulcro de San Pedro es signo de unidad y confesión de la fe que se transmite.
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Un alma cristiana es un alma de artista pues “la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. Es una invitación a gustar la vida y a soñar el futuro”[80].
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[1] Juan Pablo II. Carta a los artistas, n 1. Vaticano, 4-IV-1999
[2] Juan Pablo II. Carta a los artistas, n 2. Vaticano, 4-IV-1999
[3] Polo, Leonardo. Ayudar a crecer. Cuestiones filosóficas de la educación. Eunsa (colección Astrolabio). Navarra 2006, p 179
[4] Polo, Leonardo. Ayudar a crecer. Cuestiones filosóficas de la educación. Eunsa (colección Astrolabio). Navarra 2006, p 180
[5] San Josemaría Escrivá. Tertulia. Altoclaro (Caracas, Venezuela). 9-II-1975
[6] San Josemaría Escrivá. Camino, n 20
[7] San Josemaría Escrivá. Conversaciones, n 101
[8] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 13. Vaticano 24-I-1994
[9] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 13 Vaticano 24-I-1994.
[10] San Josemaría Escrivá. Forja, n 17
[11] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 7. Vaticano 24-I-1994
[12] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 6. Vaticano 24-I-1994
[13] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 6. Vaticano 24-I-1994
[14] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 7. Vaticano 24-I-1994
[15] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 7. Vaticano 24-I-1994
[16] San Josemaría Escrivá. Surco, n 986
[17] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 47
[18] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 47
[19] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 47
[20] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 47
[21] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 47
[22] San Josemaría Escrivá. Surco, n 999
[23] Juan Pablo II. Carta apostólica ‘Rosarium VirginisMariae’. Vaticano, 16-X-2002
[24] San Josemaría Escrivá. Forja, n. 18
[25] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 6. Vaticano 24-I-1994
[26] Salmo 18, 1-3
[27] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 9. Vaticano 24-I-1994
[28] Ratzinger, Joseph. Creación y pecado. Eunsa (Colección Astrolabio). Pamplona 2005, p 51
[29] Maritain, Jacques. La intuición creadora en el arte yen la poesía. Palabra (Serie Pensamiento 27). Madrid 2003, p 92
[30] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 7. Vaticano 24-I-1994.
[31] San Josemaría Escrivá. Forja, n 691
[32] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 78
[33] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 8. Vaticano, 24-I-1994
[34] San Josemaría Escrivá. Tertulia. Pozoalbero (Jerez, España). XI-1972
[35] San Josemaría Escrivá. Tertulia en Altoclaro (Caracas, Venezuela). 11-II-1975
[36] San Josemaría Escrivá. Surco, n 336
[37] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 7. Vaticano 24-I-1994
[38] San Josemaría Escrivá. Forja, n 693
[39] VVAA. Jesucristo Salvador del mundo. (Libro oficial para 1987 / Gran Jubileo del año 2000). BAC. Madrid 1997, p 84
[40] Colosenses 3, 21
[41] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 78
[42] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 19. Vaticano 24-I-1994
[43] San Josemaría Escrivá. Conversaciones, n 98
[44] San Josemaría Escrivá. Conversaciones, n 101
[45] Juan Pablo II. Carta a las Familias, n. 16. Vaticano 24-I-1994
[46] San Josemaría Escrivá. Forja, n 689
[47] San Josemaría Escrivá. Forja, n 104
[48] San Josemaría Escrivá. Surco, n 310
[49] San Josemaría Escrivá. Surco, n 302
[50] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 47. Vaticano 6-I-2001
[51] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 460
[52] Concilio Vaticano II. Dignitatis humanae, 1
[53] del Portillo, Álvaro; Ponz, Francisco; Herranz, Gonzalo. En memoria de Josemaría Escrivá. Eunsa, nt 25. Pamplona 1976, p 68
[54] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n. 80
[55] San Josemaría Escrivá. Tertulia. Roma 10.IV.1974
[56] del Portillo, Álvaro; Ponz, Francisco; Herranz, Gonzalo. En memoria de Josemaría Escrivá. Eunsa, nt 25. Pamplona 1976, p 113
[57] San Josemaría Escrivá. Forja, n. 19
[58] Benedicto XVI. Homilía en la Misa conclusiva del V Encuentro Mundial de las Familias que celebró en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias. Valencia, 9-VII-2006
[59] San Josemaría Escrivá. Forja, n. 692
[60] 2 Mac 7,28
[61] Juan Pablo II. Familiaris consortio, Vaticano 1982, n 17
[62] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 40. Vaticano 6-I-2001
[63] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 40. Vaticano 6-I-2001
[64] San Josemaría Escrivá. Forja, n 895
[65] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 17. Vaticano 6-I-2001
[66] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 33. Vaticano 6-I-2001
[67] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 20. Vaticano 6-I-2001
[68] San Josemaría Escrivá. Tertulia. Centro de Congresos General San Martín. (Buenos Aires, Argentina). 15-VI.1974
[69] Benedicto XVI. Homilía. Catedral de Munich. 10-IX-2006
[70] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 33. Vaticano 6-I-2001
[71] Benedicto XVI. Homilía. Catedral de Munich. 10-IX-2006
[72] San Josemaría Escrivá. Forja, n 305
[73] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 37. Vaticano 6-I-2001
[74] San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, n 178
[75] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 43. Vaticano 6-I-2001
[76] San Josemaría Escrivá. Via crucis. V estación, punto de meditación n 3
[77] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 46. Vaticano 6-I-2001
[78] Juan Pablo II. Novo millennio ineunte, n 53. Vaticano 6-I-2001
[79] Urbano, Pilar, El hombre de Villa Tevere. Rialp. Madrid 1994, (edición 2004, p 436)
[80] Juan Pablo II. Carta a los artistas, n 16. Vaticano, 4-IV-1999