A cada momento palpo mi materia,
la cosa química y el peso físico,
funcionamiento de organismos,
mas eso sólo no soy.
También conozco mis sentimientos,
inclinaciones y sensaciones no materiales,
atracciones y amores,
aunque con distinto proceso.
Todo yo me siento interpelado por mí
en actuaciones externas e internas
con la duda de acertar o no
ante mí y ante otros distintos a mí.
Y muchas veces no importa lo material,
sino mucho más lo que está
por encima o por dentro de mí;
soy yo quien me apruebo o rechazo.
Hay algo dentro de mí
que todo lo penetra,
me felicita, me regaña,
me da paz o intranquilidad.
¿Estoy inexorablemente sometido
a un juez invisible que vive en mi interior?
¡Qué gran falta de libertad sería
que fuera juzgado por lo humano!
Pero algo hay que me invade
y soy yo mismo,
mi propia humanidad.
Lo no material lo penetra todo,
impera, ordena, manda…
acertandose o equivocándose.
Es el espíritu del hombre
que penetra al hombre.
Cada espíritu penetra lo suyo.
Un ignorado y supuesto espíritu animal
-por cierto muy instintivo,
que no juzga ni elabora pensamiento-
dicta comportamientos irracionales
o, como mucho, domesticados.
El conocido espíritu humano
puede razonar sin discordancias
en buena amistad con la materia
y una buena interioridad
con la que siempre está
en continuo silencioso diálogo.
Otro espíritu hay más elevado
-locura para algunos-
que lleva los acontecimientos
a una dimensión inexplicable,
pero que ofrece –sin saber por qué-
el goce y la paz
que nada puede turbar.
¿Qué será, dónde estará,
el goce puro, la dicha eterna,
el éxtasis ante la belleza y la bondad?
¿Qué espíritu será el dueño del amor?
¡Qué suerte palpar el amor!
Son mis amigos, son mis hermanos,
son mis padres a los que amo.
Me siento persona feliz:
puedo conocer el mundo
y conozco el amor.
Puedo conocer lo de la tierra,
parte de lo de algunos astros,
unas leyes físicas o químicas,
mas eso me queda insuficiente.
Se que soy capaz de mayor sabiduría,
unos conocimientos no escritos
ni demostrados;
algo que supera lo material
y que me lleva a un goce intenso.
No es sólo la puesta de sol sino
un algo inexplicable que la sublima.
Somos algo más,
tenemos valor añadido a lo terreno,
pertenecemos a un estado superior
a nuestra corta visión diaria.
Es el espíritu que da otra dimensión;
así el dolor, el cansancio,
la derrota e incluso la muerte
se transforman en fuentes de vitalidad.
Así el goce no requiere únicamente
lo estrictamente sensible
ni la alegría humana
se limita a lo placentero.
En el espíritu reconocemos
otros dones recibidos gratis
que hacemos personales
con nuestra colaboración
y buenas intenciones.
Es la fuerza más alta –espíritu puro-
la que nos enseña ser espirituales
y nos da la verdadera dimensión de lo humano.
Es gran paz la del hombre espiritual,
que lo ve todo mejor, más claro,
en una mayor dimensión,
apertura y horizonte;
es el hombre confiado y optimista
ilusionado, alegre, joven,
porque espera en algo que le supera,
que va más allá de él mismo.
¡Ay del hombre que se queda a medias
-en lo meramente humanomaterialsensitivo-,
que no valora el espíritu ni la potencialidad del espíritu!
Es el hombre ciego,
que no ve más allá ni es capaz de actuar
con dones gratuitos del espíritu,
que sólo podemos recibir de una mayor altitud.
De lo alto viene el pensamiento certero,
la búsqueda honrada de la verdad,
con la ayuda del verdadero hombre.
Saulo de Tarso, deslumbrado por la Luz,
lo explica con las siguientes palabras:
“ … el Espíritu lo penetra todo,
hasta lo más íntimo de Dios.
¿Quién puede conocer lo más íntimo del hombre,
sino el espíritu del mismo hombre?
De la misma manera,
nadie conoce los secretos de Dios,
sino el Espíritu de Dios.
Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo,
sino el Espíritu que viene de Dios,
para que reconozcamos los dones gratuitos que Dios nos ha dado.
Nosotros no hablamos de estas cosas
con palabras aprendidas de la sabiduría humana,
sino con el lenguaje que el Espíritu de Dios nos ha enseñado,
expresando en términos espirituales las realidades del Espíritu.
El hombre puramente natural no valora lo que viene del Espíritu de Dios:
es una locura para él y no lo puede entender,
porque para juzgarlo necesita del Espíritu.
El hombre espiritual, en cambio, todo lo juzga,
y no puede ser juzgado por nadie.
Porque, ¿quién penetró en el pensamiento del Señor, para poder enseñarle?
Pero nosotros tenemos el pensamiento de Cristo” (1 Corintios 2, 10b-16).