Nació en Granada, hijo de un ensamblador, en cuyo taller se inició, siendo muy niño en la escultura. Mucho más tarde colaboró con su padre en algunos retablos, pero antes, a los 15 años, ingresó en el taller de Pacheco para estudiar pintura. En Sevilla también, junto a Montañés, se formó como escultor. Trabajó con éxito y brillantez en Sevilla, y en 1638 (cuando tenía 37 años) se trasladó a la corte. Estuvo en Madrid hasta que, después del suceso de su segunda esposa, se trasladó a Valencia en 1644 y allí se retiró durante algunos meses en la cartuja de Portacoeli. Volvió a Madrid hasta que, en 1652, disminuido en su salud y cansado del ruido cortesano, regresó a Granada, en donde pensaba encontrar una vida más apacible, arropado por los recuerdos de su niñez y el cobijo de la Iglesia, ya que obtuvo la prebenda de beneficiado racionero de la Catedral. Aunque allí encontró también enfrentamientos y peleas con el Cabildo, es en Granada donde tuvo la etapa más personal, luminosa y fecunda de su arte. Y en la Catedral, donde sería enterrado, nos dejó –tanto en escultura, como en arquitectura y pintura- valiosos tesoros del arte barroco español.
Inteligente, aficionado a los libros y muy culto. Tenía un gran poder de seducción tanto por sus palabras como por sus obras. Apasionado y violento, su azarosa vida está marcada por la contradicción y es digna del guión de una apasionante película: casó dos veces, sin tener hijos. Su segunda mujer murió apuñalada y el asesino huyó; pero él fue preso y torturado hasta que se demostró su inocencia. Era protegido del Conde Duque de Olivares, cuya caída política también le salpicó. Poco hábil para los negocios, junto a momentos de esplendor, tuvo épocas bastante miserables y murió casi en la indigencia.
Los historiadores del arte distinguen, en la producción de Cano, tres épocas bien diferenciadas: la sevillana, la madrileña y la granadina. Todas ellas, conjuntamente, nos hablan de la riqueza del artista.
Muy poco más joven que Velázquez y Zurbarán, en Sevilla, sintió como ellos la atracción del tenebrismo a través, quizá, de algunas estampas de Caravaggio que tenía el maestro Pacheco en su taller. Su espíritu de escultor concordaba muy bien con la rotunda definición de los volúmenes que el tenebrismo ofrecía. Pero la delicadeza de su arte, que tan claramente se manifestaba también en la escultura (en aparente contradicción con el carácter apasionado del artista) le hizo ir perdiendo poco a poco los rasgos tenebristas de sus cuadros a favor de una mayor claridad colorística.
Al contrario que Zurbarán, Alonso Cano piensa sus composiciones muy concienzudamente, depurándolas y aquilatándolas en multitud de sucesivos bocetos. Estudia composiciones de todos los cuadros que ve, y colecciona estampas que le podrán servir en su trabajo. Es un dibujante siempre correcto, y muy cuidadoso para buscar la perfección de las proporciones, tanto en las figuras como en su representación. En los rostros femeninos, dio con un tipo de belleza, muy natural y familiar, Ideal, pero sin frialdad de canon.
Pintor magnífico. Próximo a Velásquez y compañero suyo, tanto en el taller sevillano de Pacheco, donde se formaron ambos, como en la corte de Madrid, en la que Cano fue pintor, como él, y profesor de arte y dibujo del príncipe Baltasar.
En su última época se encuentran las esencias de su arte, que no están en lo dramático, sino en lo serenamente recreado. El concepto de la forma revela una vocación de escultor que está realzada por su apasionado dominio del color. Aunque hizo algunas esculturas monumentales y multitud de retablos, quizá lo más característico y preciado de su producción son las imágenes de pequeño tamaño (algo más de medio metro), de vieja tradición granadina, hechas para satisfacer devociones privadas de congregaciones o de personas aisladas, y que son gozadas de cerca y en la intimidad. En ellas se suele unir una serena quietud exterior con una gran vibración interior, y se revela la facetas delicada, preciosista incluso, de su estilo, en contraste con las esculturas grandes de su época sevillana, y otras también, de la granadina, en que se muestra más sobrio, viril y desenfadado.
Fue uno de los más ilustres arquitectos barrocos de España. Autor, entre otras muchas obras, de la fachada de la catedral de Granada. Es, pues, un insigne arquitecto y uno de los grandes pintores del siglo de oro de la Escuela Española; pero ahora quiero hablar de él como imaginero.
Fuente:
Borobio, Luis. Historia sencilla del arte. Rialp. Madrid 2002, pp 300-301 y 314-315